sábado, 20 de abril de 2024

JESÚS Y JUDAS: DOS ROSTROS QUE CONVIVEN EN UN MISMO SER. Tú eliges a quién quieres emular.

Mis queridos amigos y hermanos,


   

     Estoy seguro que han oído hablar del gran genio del Renacimiento,  Leonardo da Vinci. pintor del famoso fresco La Última Cena, donde representa la última reunión que tuvo Jesús con sus doce discípulos antes de su crucifixión.  


     Según cuenta la historia, Da Vinci buscó entre la gente de su época modelos que posaran para él y así representar a los discípulos en su obra. Un día, mientras asistía a misa en la Catedral de Milán, vio a un joven en el coro parroquial cuyo semblante, según su criterio e imaginación, reflejaba la imagen de Jesús. Sin dudarlo, lo invitó a posar para su pintura, y el joven aceptó complacido. Durante tres días, Da Vinci trabajó en el rostro de Jesús en su obra maestra.


 Una vez terminado este personaje, el pintor comenzó a buscar modelos para representar a los discípulos. En apenas once meses, logró pintar los rostros de once de ellos, pero aún le faltaba Judas Iscariote. Da Vinci no encontraba a la persona cuya apariencia reflejara lo que imaginaba para este personaje. Recorrió sin descanso las calles de Milán, observando a los transeúntes en plazas, parques e incluso en las iglesias, pero sin éxito. 


 Ante este inconveniente, Da Vinci dejó la pintura sin terminar durante tres años y medio. Sin embargo, un día, mientras caminaba por un barrio marginal de Milán, encontró el rostro que buscaba. Tenía una mirada sombría, tétrica y perdida, un rostro abatido y marcado por la dureza de los años, reflejando la desesperanza y la amargura. Da Vinci se acercó y, tras hablar con él, lo convenció para posar como modelo. 


Cuando el hombre se sentó en el estudio y el pintor comenzó a trabajar, algo inesperado sucedió. El hombre rompió en llanto y sollozó  desconsoladamente. Preocupado, al ver esta escena tan perturbadora, Da Vinci detuvo su trabajo y le preguntó: 


-¿Qué le sucede?, ¿hice algo indebido que le haya causado esa reacción?… El joven miró a Da Vinci y respondió: -Maestro, ¿usted no me reconoce?


… Lo siento, pero no!- dijo Da Vinci-  No recuerdo su rostro… ¿Nos hemos conocido antes? 


 El hombre, bajando la cabeza contestó: ¡Sí!… Hace tres años y medio posé para esta misma pintura para el rostro de Jesús.”


     No tengo la certeza de que esta historia sea real; quizás sea una fábula o un relato inventado. Sin embargo, de algo estoy seguro: ¡En cada uno de nosotros existe un Jesús, pero también un Judas Iscariote! ... 

     Dentro de nuestro ser habita una versión noble y luminosa. Una versión mejorada donde reflejamos la naturaleza divina del Creador encarnada en la imagen de Cristo. En este estado, la mansedumbre, la humildad, la templanza, la compasión, el servicio, la gratitud, el amor al prójimo, entre otras cosas, resplandece como el sol. 

     Pero también cargamos con una versión oscura y desmejorada, la que nos oprime, subyuga y esclaviza a las más bajas pasiones: desamor, ambición desmedida, amargura, envidia, egoísmo, vicios y avaricia, se apoderan de nuestro ser haciendo que el “ego emocional” florezca como yerba silvestre para marchitar el colorido de las flores de primavera. Esta es la imagen de Judas Iscariote.  

  

      Cada día enfrentamos el desafío de reflejar una u otra imagen. Solo cuando vibramos en la frecuencia más alta, logramos manifestar nuestra mejor versión: la imagen de Jesús. Aun en medio de los cambios fortuitos que acontecen en nuestra sociedad y en el tumultuoso cambiar de los tiempos, si vibramos en la frecuencia de Cristo, no nos dejaremos arrastrar por el caos, sino que evolucionamos hacia la perfección, a la imagen y semejanza del Eterno.

    

     Siempre tendremos la opción de elegir nuestra mejor versión, sin importar las circunstancias; ya sean que estas estén a nuestro favor o en contra. Cuando una imagen crece en nosotros, simultáneamente la otra disminuye. Por ello, debemos alimentar la imagen de Jesús en nuestra conciencia y vivir comprometidos con actos de amor al prójimo según el propósito de Dios. 

  

     El ser humano fue puesto en esta Tierra para vivir con alegría, no con tristeza, apatía o envidia. Fuimos creados para expresar a través de nuestros rostros, entusiasmo, gozo y beneplácito, para celebrar la vida. Sin embargo, parece que hemos olvidado cómo hacerlo, y cuando alguien nos recuerda esa alegría con su entusiasmo, con su fuerza y con su luz, nos sentimos intimidados.

 ¿Por qué?… 

     Como dijo Marian Williamson: 
El ser humano realmente no tiene miedo a su oscuridad. El ser humano tiene miedo a su luz.” 

     Por inferencia, todo lo que es alegría, todo lo que es entusiasmo, debe recordarnos la luz que hay en nosotros, pero nos parece demasiado bonito para ser real.

    

     Nos cuesta creer en nuestra propia grandeza, pero la realidad es que fuimos creados para la perfección. No obstante, somos también clones del hombre caído y concupiscente a través de la desobediencia. En nuestro ser cohabitan Jesús y Judas Iscariote: dos versiones diametralmente opuestas.

      La versión de Jesús opera con cohesión, integración y orden. La de Judas Iscariote, en cambio,  se rige por la incongruencia, la degradación y el desorden en forma de fractales de energías caóticas.

   

    Vivimos en un mundo dominado por “fractales de energías caóticas” que nos empujan a ser como Judas Iscariote, a través de valores distorsionados promovidos por una sociedad que exalta el odio, la competencia, el culto a la imagen, la promoción del  excentricismo y la división entre razas y culturas. Al igual que la valoración externa del ser en lugar del valor espiritual como seres homogéneos. Así lo expresaba el apóstol Pablo en su carta a los Romanos:

 “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago.” (Romanos 7:19). 

 “Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. En el hombre interior me deleito en la ley de Dios. Pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros.” (Romanos 7:21-23).
    
     Cuando Pablo habla del "hombre interior", se refiere a nuestra esencia espiritual, a esa energía interna que anhela la unidad, a ese espíritu que es coherente, a la reciprocidad y la comunión; tanto entre todos los seres homogéneos, como con el Creador a través de la conciencia colectiva inspirada en la perfección de la imagen y semejanza de Jesús. Pero cuando menciona la "ley que gobierna sus miembros", alude a la seducción de la carne a través del asedio constante de esas energías caóticas o energías negativas que conforman nuestro entorno social, las cuales son inherentes a la degradación del hombre como imagen perfecta del Eterno, promoviendo y enfatizando así, el“ego emocional” sobre nosotros mismos y sobre todo, la identidad que mostramos frente a los demás. 

  

     Ese “ego emocional” -como lo define la psicología-  se forma a partir de nuestras experiencias, fortalezas, miedos, percepciones, actitudes. Mientras más exacerbamos o alimentamos ese“ego emocional”, más profunda se vuelve la división entre nosotros y más fuerte se hace nuestra  individualidad. 

     Así se sentía Judas Iscariote mientras participaba en las reuniones con los discípulos. Su ego y su ambición lo llevó a ver en Jesús no a un Maestro, sino a una oportunidad para su propio beneficio. Mientras los demás discípulos, simples pescadores, seguían con humildad las enseñanzas de Cristo, Judas ambicionaba escalar posiciones y aprovechar cualquier oportunidad para su enriquecimiento personal. Por eso llegó a ser el tesorero del grupo. No obstante en esta posición, aprovechaba cualquier oportunidad para su bienestar y alimentar su avaricia. 

     Para Judas Iscariote, las enseñanzas de Jesús eran como semillas sobre piedras. Su visión no era mancomunada a la colectividad y amor al prójimo, sino en un individualismo narcisista para hacerse rico. 

  

     Si elegimos el camino de Judas Iscariote, tarde o temprano tendremos que enfrentar las consecuencias de nuestras decisiones. Nos lamentaremos por no haber tenido firmeza de carácter, por haber traicionado nuestros principios y la confianza de los demás, por haberle dado prioridad a lo efímero en lugar de las que enriquecen el alma, y sobre todo, por no haber seguido el ejemplo de nuestro Líder y Maestro.      

    

     Pero si en algún momento cometimos errores y tomamos el camino equivocado, aún hay esperanza. 

     No actuemos con sentimientos de amargura: frustración, resentimiento, falta de perdón, tristeza y rencor, como lo hizo Judas Iscariote. 

     El mayor pecado de Judas Iscariote no fue haber traicionado a Jesús, sino haber dudado de su misericordia y su perdón.

     No cometamos el mismo error. 


     ¿Estamos listos para empezar a celebrar y reflejar en nuestra vida la imagen de Jesús?…


     ¡Qué Dios los bendiga y los guarde!



     Frank Zorrilla      


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