Mis queridos amigos y hermanos,
Estoy seguro que han escuchado sobre ese gran genio del Renacimiento (fenómeno o movimiento cultural que hizo florecer las artes en Europa), me refiero a Leonardo da Vinci; pintor del famoso fresco “La Última Cena” dónde simula la última reunión que tuvo Jesús con sus doce discípulos antes de su crucifixión.
Según narra la historia: “Leonardo da Vinci, buscó entre personas de su época, modelos que posaran para él, utilizándolos en los diferentes roles de los discípulos de Jesús sentados en la mesa en la “última cena”. Un día, mientras asistía a misa en la Catedral de Milán miró hacia la galería donde cantaba el coro parroquial y se percató de un joven que de acuerdo a su criterio e imaginación, poseía el semblante de Jesús. da Vinci, aprovechó la oportunidad e invitó al joven a posar como Jesús para la realización del famoso cuadro. Desde luego que el joven aceptó complacido. Pusieron manos a la obra y trabajaron por 3 días pintando el rostro de Jesús en su obra maestra. Después de finalizar con el joven, da Vinci empezó a buscar a los modelos que representarían a los discípulos. Rápidamente encontró al modelo de Simón Pedro, luego el de Thomas, el de Santiago, el de Juan, y así sucesivamente. En efecto, en 11 meses, pintó el rostro de 11 de los 12 discípulos de Jesús, excepto Judas Iscariote. El gran pintor no encontraba a la persona cuyo rostro según su imaginación podría simular el rostro de ese discípulo. da Vinci, caminó por las calles de Milan sin descanso, y por horas, se dedicaba a buscar ese rostro entre los transeúntes de las plazas, de los parques e incluso dentro de las iglesias, pero sin éxito. Ante este inconveniente, da Vinci dejó la pintura sin terminar por 3 años y medio, pero un día, mientras caminaba en uno de los arrabales de Milan encontró el rostro que buscaba. Vio a ese hombre con mirada sombría, tétrica y perdida, con un rostro abatido y marcado por la dureza de los años. Un rostro que exhibía la desesperanza y la amargura. da Vinci aprovechó la oportunidad y convenció al hombre a posar para su pintura. Fueron al estudio, el hombre se sentó y da Vinci empezó a trabajar. Después de unas cuantas horas, el hombre empezó a llorar y sollozar desconsoladamente. El gran pintor, al ver esta escena tan perturbadora, detuvo su trabajo y le preguntó: ¿Qué le sucede?, ¿He hecho algo indebido que le haya causado esa reacción?… El joven miró a da Vinci y dijo: “Maestro, ¿usted no me reconoce?”… da Vinci, respondió: Lo siento, pero no!.. No recuerdo su rostro… ¿Nos hemos conocido antes? replicó da Vinci… El hombre, bajando la cabeza contestó: ¡Sí!… Hace 3 años y medio posé para esta misma pintura para el rostro de Jesús.”
No tengo la certeza de que esta narración sea cierta; quizás se trate de una fábula o de una historia inventada, pero de algo estoy seguro: ¡En cada uno de nosotros existe un Jesús, pero también un Judas Iscariote! ... En cada uno de nosotros, existe una versión mejorada de nuestro ser donde brota y se pone de manifiesto la naturaleza divina del Creador encarnada en la imagen de Cristo. Un rostro donde: la mansedumbre, la humildad, la templanza, la compasión, el servicio, la gratitud, el amor al prójimo, entre otras cosas, resplandece como el sol. Lastimosamente, también poseemos esa versión desmejorada que nos oprime, subyuga y nos esclaviza a las más bajas pasiones; donde el desamor, la ambición desmedida, la amargura, la envidia, el egoísmo y la avaricia, se apoderan de nuestro ser, haciendo que el “ego emocional” florezca como yerba silvestre para marchitar el colorido de las flores de primavera. Esta es la imagen de Judas Iscariote.
Todos los seres humanos lidiamos a diario con ese desafío; reflejar la imagen de Jesús o por el contrario, la imagen de Judas Iscariote. No obstante, solo cuando vibramos a la frecuencia más alta obtendremos la mejor versión de nosotros a través de la imagen de Jesús, aún a pesar de todos los cambios fortuitos que acontecen en nuestra sociedad y en el tumultuoso cambiar de los tiempos. Y cuando logramos vibrar a la frecuencia de Cristo, no cambiamos con el tiempo, más bien evolucionamos a la perfección o a la imagen y semejanza del Eterno.
Siempre existirá dentro de nosotros la opción de elegir y optar por nuestra mejor versión en medio de las circunstancias; ya sean que estas estén a nuestro favor o en contra. Por consiguiente, cuando una imagen crece en proporción, simultáneamente la otra decrece, por lo que debemos permitir que la imagen de Jesús se mantenga viva en nuestra conciencia y así celebrar la mejor versión de nuestro ser en un dinamismo comprometido en actos de amor al prójimo según el propósito de Dios.
El ser humano fue puesto en esta Tierra para vivir con alegría, no para vivir con tristeza, con apatía y con envidia. Fuimos creados para expresar a través de nuestros rostros, entusiasmo, gozo y beneplácito. Es decir, para celebrar la vida, pero da la sensación de que se nos ha olvidado, y cuando alguien nos lo recuerda con su alegría, con su entusiasmo, con su fuerza; nos intimida, pero ¿Por qué?… Porque ya lo dijo Marian Williamson: “El ser humano realmente no tiene miedo a su oscuridad. El ser humano tiene miedo a su luz.” Por tanto, y por inferencia, todo lo que es alegría, todo lo que es entusiasmo debe recordarnos la luz que hay en nosotros, pero nos parece demasiado bonito para ser real.
Somos creación del Eterno para perfección, pero también somos clones del hombre concupiscente a través de la desobediencia; y por ende, Jesús cohabita con Judas Iscariote en nuestro ser. Dos versiones diametralmente opuestas donde una de esas versiones, la de Jesús, opera por cohesión o coherencia, integración y orden, y la otra versión, la de Judas Iscariote, por incongruencia, degradación y desorden en forma de fractales de energías caóticas.
Desafortunadamente, vivimos en un mundo dominado por “fractales de energías caóticas” que nos impulsan a optar ser Judas Iscariote a través de valores truncados y bajo el asedio de una sociedad universal que promociona el odio, la competencia, el culto a la imagen, la promoción del excentricismo, de la diferencias de razas y de culturas, y sobre todo, la valoración externa del ser en lugar del valor espiritual como seres homogéneos. Así lo estimaba el gran apóstol Pablo en su carta a los Romanos. “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago.” (Romanos 7:19). Y continua el Apóstol diciendo: “Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. En el hombre interior me deleito en la ley de Dios. Pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros.” (Romanos 7:21-23).
Ese “ego emocional” como norma de conducta social, se puede analizar desde el punto de vista psicológico, cómo: La personalidad del “Yo” formada por nuestras experiencias, así como por nuestras debilidades, fortalezas, miedos, percepciones, actitudes, recuerdos y temores. Y mientras más exacerbamos o hacemos ahínco en el “ego emocional”, más profundas son las diferencias y más pronunciada es la individualidad. Así se sentía Judas Iscariote mientras participaba en las reuniones con los discípulos. Su ego y su espíritu ambicioso despertaban en él la codicia para escalar a otra estructura social valiéndose de la sagacidad y agilidad mental que poseía comparado a los demás discípulos quienes eran simples iletrados y analfabetos pescadores de profesión. Por eso llegó a ser el tesorero del grupo. No obstante en esta posición, aprovechaba cualquier oportunidad para su bienestar y alimentar su avaricia. Para Judas Iscariote, las enseñanzas de Jesús eran semillas tiradas sobre piedras, porque su visión no era mancomunada a la colectividad y amor al prójimo, sino más bien en un individualismo narcisista para hacerse rico.
Al emular a Judas Iscariote, nos veremos en la necesidad de sopesar el costo de nuestras desidias y erróneas decisiones. Nos arrepentiremos por no haber tenido firmeza de carácter, por haber traicionado nuestros principios y la confianza de los demás, por haberle dado importancia a las cosas perecederas y transitorias en lugar de las que enriquecen el alma; y sobre todo, por no haber imitado las enseñanzas de nuestro Líder y Maestro.
No obstante, y si has optado por ser Judas Iscariote en lugar de Jesús, y si al final te das cuenta que cometiste un grave error al hacerlo. No actúes con sentimientos de amargura (frustración, resentimiento, falta de perdón, tristeza y rencor) como lo hizo él. Ten presente que el gran pecado de Judas Iscariote no fue traicionar a su Maestro, sino haber dudado de su misericordia y de su perdón…
¿Estamos listos para empezar a celebrar y a emular la imagen de Jesús en nuestras vidas?…
¡Qué Dios los bendiga y los guarde!
Frank Zorrilla
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