mis queridos amigos y hermanos,
Como dijera un proverbio:
“La muerte no es la mayor pérdida en la vida. La mayor pérdida es lo que muere dentro de nosotros mientras vivimos para ser mejores.”
A lo largo de la historia, diversas culturas, mitologías y religiones han intentado explicar la naturaleza de la muerte física. No obstante, más allá de las creencias individuales, el hecho es que la muerte representa el final de la vida... al menos como la conocemos. La cruda realidad es que somos totalmente impotentes e incapaces de prevenir o suspender este proceso natural e irreversible. Todos, sin excepción, morimos fisicamente o dejamos de existir en este plano tridimensional donde reside nuestra conciencia.
Sin embargo, este artículo no pretende centrarse en la muerte biológica. Más bien, en esa otra muerte que deberíamos procurar diariamente para vivir en plenitud. Aunque es cierto que el ser humano vive preocupado por la sombra de la muerte y el inevitable proceso de envejecimiento —que ninguna dieta, cuidado paliativo, ni rutina de ejercicios puede evitar por completo—, ya que no podemos detener el tiempo, y el envejecimiento celular es una realidad absoluta. Pero existe una muerte mucho más relevante para nuestra transformación interior: morir a la carne. Como dijo Rabindranath Tagore:
“Como un mar, alrededor de la soleada isla de la vida, la muerte canta noche y día su canción sin fin.”
Tristemente, muchas personas viven aferradas al temor de morir, sin darse cuenta de que ya han comenzado a morir por dentro. Postergan su plenitud, envueltos en banalidades y preocupaciones, por un atardecer que languidece en las sombras del crepúsculo, sin advertir la esperanza que trae la aurora de un nuevo día y la oportunidad de renacer espiritualmente con cada nuevo amanecer. Como canta la melódica estrofa de Pierre Billón y Jacques Revaux.
“De tanto correr por la vida sin freno,
Me olvidé que la vida se vive un momento.
De tanto querer ser en todo el primero,
Me olvidé de vivir los detalles pequeños."
Vivimos agobiados por la rutina y los afanes del día a día. Nos angustia la muerte física —que es inevitable—, pero ignoramos que los pequeños detalles son los que le dan verdadero sentido a la vida y hacen la diferencia: agradecer cada amanecer, amar sin condiciones, ofrecer una sonrisa sin razón, dar sin esperar nada a cambio. Son esos momentos sublimes los que nos roban una sonrisa, esos minutos y segundos de pasión los que alimentan el alma y nos transforman en seres de luz para iluminar la vida de otros.
Pero, en lugar de transformarnos, seguimos aferrados a viejos hábitos, a heridas no sanadas, a patrones de conducta que empañan nuestro crecimiento espiritual. Nos movemos por la vida agitadamente cargados de vivencia añejas llenas de agravios y desatinos de los años, sin abandonar con ahínco esos hábitos que empañan nuestras vidas.
Como hijos de desobediencia, somos seres empecinados en seguir directrices arraigadas como autómatas guiados por algoritmos obtusos y caducos que solo aportan miseria a nuestra existencia. Nos resistimos a morir a nuestro “yo”. Persistimos en estilos de vida que nos anclan obstinada y míseramente a parámetros que marcaron nuestros corazones con la experiencia de vida que en lugar de acercarnos a la plenitud, nos atan a una existencia estéril. ¡Qué paradoja tan grande!
Sabemos que no somos eternos, y sin embargo, postergamos la decisión de renacer.
Como si no supiéramos que el tiempo es corto y la oportunidad de cambiar es ahora.
La Palabra Inspirada nos presenta una visión distinta de la muerte. Apóstoles como Pablo, Santiago y Pedro nos hablan de una muerte espiritual necesaria: “morir a la carne.”…
El apóstol Pablo lo dice claramente:
“Porque si ustedes viven conforme a la carne, habrán de morir; pero si por el Espíritu dan muerte a los malos hábitos del cuerpo, vivirán.” (Romanos 8:13).
¿Qué significa hacer “morir diariamente” las obras de la carne?…
El Apóstol lo explica en su carta a los Gálatas:
La inmoralidad sexual, el libertinaje, la idolatría y la hechicería, el odio, la discordia, los celos, los arrebatos de ira, las rivalidades, los sectarismos y la envidia, las borracheras, las orgías, entre otros, son desatinos o manifestaciones de la carne, y nos insta a abandonar esas pasiones y morir a ellas todos los días; advirtiéndonos además, que si no morimos o dejamos de practicar tales cosas, no heredaremos el Reino de Dios. En cambio, nos exhorta a emular y adoptar los frutos del Espíritu como: Amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio, porque no existe ley que condene a quienes actúen bajo esas bondades.
Para nuestra naturaleza caída, dejar las pasiones de la carne o lo que le agrada a la carne no es fácil. Se necesita más que buena voluntad: se necesita convicción, perseverancia y una conciencia elevada. Jesús mismo lo advirtió:
“Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil.” (Mateo 26:41).
¿Acaso el apóstol Pablo aun siendo un hombre dedicado y ascético, no enfrentaba esta lucha con los deseos y pasiones de la carne?…
¡Desde luego que sí! El apóstol Pablo nos deja claro que no era exento a las debilidades de la carne y por eso aconsejaba que debemos morir diariamente a esas pasiones que nos alejan del Creador y nos conducen a la muerte eterna.
“Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí.” (Romanos 7:19).
El apóstol, al ver esa ley en sus miembros, que se rebela contra la ley de su mente, y que lo lleva cautivo a la ley del pecado, con un clamor profundo exclama:
<¡Miserable de mí!… ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?> (Romanos 7:24)…
La respuesta llega a su mente cuando con júbilo exclama:
“Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro reconociendo que con la mente sirve a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado.” (Romanos
7:24-25).
Pablo comprendió que solo muriendo a sí mismo cada día podía experimentar la vida verdadera. Por eso escribió:
"Os aseguro, hermanos, por la gloria que de vosotros tengo en nuestro Señor Jesucristo, que cada día muero." (1 Corintios 15:31)
¡Cuándo aprendamos a morir cada día a nuestras pasiones, egoísmos y resentimientos, renacerá en nosotros un nuevo ser, hecho a la imagen de Cristo. Y entonces, comenzaremos a ver la vida con una mirada distinta, disfrutando y valorando esos detalles pequeños que antes pasaban desapercibidos!
No temamos a las arrugas que florecen sobre nuestra piel como un jardín, ni al paso del tiempo, ni el futuro incierto. Aprendamos a morir cada día a lo que no edifica, para vivir con autenticidad, plenitud y propósito.
¡La gracia y el favor del Altísimo sean con ustedes!
Frank Zorrilla