martes, 15 de abril de 2014

"SUBLIME GRACIA: El Camino de la Miseria Humana a la Esperanza Eterna."


Mis queridos amigos y hermanos,


     “He aquí que miré en toda la faz de la Tierra y no vi hombre justo quien haga lo bueno; no hay ni siquiera uno. Todos se habían corrompido en sus caminos.” (Salmos 14:1-3).

     Estas palabras estremecedoras nos recuerdan que, ante los ojos de Dios, ningún ser humano puede jactarse de justicia propia. A primera vista, esta aseveración nos confronta con una realidad devastadora: somos indignos de su perdón y estamos condenados a la destrucción. 

     Sin embargo, surge una pregunta inevitable:

¿Qué podemos hacer para merecer su gracia?

La pregunta nos lleva a un sinfín de cuestionamientos a nivel racional: 
¿Cuál es el tiempo propicio para cambiar mi rumbo y volver a los caminos que conducen a la reconciliación con Dios? 

¿Qué tiene que acontecer para que yo cambie mi forma de ser o de actuar? 

¿Cuándo permitiré que Dios sea mi alfarero y, como barro, Él haga la transformación espiritual que mi vida necesita para dejar atrás los senderos de la injusticia, de la vanagloria personal, de las intrigas?

     El ser humano suele procrastinar cuando se trata de decisiones trascendentales, sobre todo aquellas que implican abandonar hábitos, vicios o actitudes que nos parecen cómodas pero que en realidad nos hunden más en la miseria espiritual. Como lo expresó el sabio:

     “He aquí, solamente esto he hallado: que Dios hizo al hombre recto, pero ellos buscaron muchas perversiones.” (Eclesiastés 7:29).

      Si la "Universidad de la vida" otorgara un título de “Procrastinadores por excelencia de la gracia divina, mucho de nosotros ostentaríamos el diploma Honoris Causa. Y es que, en lugar de aprovechar la oportunidad de reconciliarnos con Dios, insistimos tercamente en andar caminos de perdición.  

     A menudo, evitamos emprender caminos que requieren sacrificio, disciplina y un apego estricto a las leyes eternas, por sentirnos a gusto con nuestra condición actual, aunque esta sea  denigrante e indigna

     Nuestros lánguidos y tétricos rumbos en esta tierra dejan huellas indelebles en el alma, las cuales se convierten en penosas cargas que aumentan, en proporciones logarítmicas, la distancia que nos separa de Dios

     No obstante, triste y enclaustrada en lo más recóndito de nuestro ser, sin que un destello de luz la alcance, habita una conciencia abatida por las tropelías de nuestras decisiones. Esto, por empeñarnos en seguir obstinadamente caminos erróneos que sólo conducen al destierro espiritual y moral; por persistir tercamente en una línea de conducta equivocada, y por no aprovechar la oportunidad que Dios nos brinda para la salvación de nuestras almas. El profeta Isaías ya lo había advertido elocuentemente:

“Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto está cercano.” (Isaías 55:6).
   
     Lo trágico es que no solo somos rebeldes, sino también débiles. Anhelamos cambiar, pero al primer viento de tentación volvemos a tropezar, pues nos falta la fuerza de voluntad para alejarnos y romper definitivamente con el pasado. Como barcos a merced de una tormenta impetuosa, nos dejamos arrastrar por los inclementes vientos de nuestras pasiones y circunstancias hacia destinos inciertos, perdiendo de vista el faro de la verdad.
 
      El apóstol Pablo lo expresó con crudeza

Por tanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios. (Romanos 3:23). 

     Si la historia terminara aquí, sólo nos esperaría desesperanza. Pero la gracia de Dios resplandece en medio de las tinieblas:

 “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aún estando nosotros muertos en pecado, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos).” (Efesios 2:4).

     Aquí radica el corazón del Evangelio: la salvación no depende de nuestras fuerzas, sino de la gracia inmerecida de Dios.

     Estoy seguro de que conoces la historia de John Newton, aquel cruel y despiadado traficante de esclavos inglés.

     Fue en 1748, durante uno de sus viajes cargado de hombres, mujeres y niños para venderlos como esclavos, cuando su barco fue azotado por una horrible tormenta. Él contó cómo el contraste de los vientos hacía que las olas golpearan estrepitosamente el casco de la nave. Abatido, acongojado y con temor de perder la vida ante un naufragio inminente, pidió a Dios clemencia y, de rodillas, clamó misericordia. Aquel clamor transformó su vida. 

     Esa noche de infortunio, John Newton entendió que Dios escuchaba las oraciones, aunque proviniesen de un hombre vil y despiadado. No obstante, después de ese percance, decidió transformar su vida y convertirse en un activo abolicionista en su tierra natal, Inglaterra. Ya como activista, fue el precursor de un proyecto de ley para abolir la esclavitud, el cual fue aprobado años más tarde por el parlamento Inglés. Su genuina conversión lo motivó a ser un prolífico ministro espiritual y escritor de himnos cristianos.

     De su corazón redimido brotó el himno "Sublime Gracia", que aún hoy conmueve al mundo entero. Su testimonio nos recuerda que ningún pecado es demasiado grande para la misericordia divina. 

"De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas." (2 Corintios 5:17).
     
     Muchos pensadores misántropos y nihilistas han expresado un pesimismo profundo sobre la condición humana. El filósofo alemán Arthur Schopenhauer escribió:

     "La vida oscila, como un péndulo, entre el sufrimiento y el hastío."

     Por su parte, el existencialista Jean-Paul Sartre declaró:

     "El hombre está condenado a ser libre."

     Ambas versiones revelan una humanidad perdida, sin rumbo y sin redención. Sin embargo, la Biblia responde con una esperanza que trasciende el absurdo:

 “Porque el Señor no retarda su promesa, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedamos al arrepentimiento.” (2Pedro 3:9).

     Nada expresa mejor la fuerza transformadora de la gracia divina que el himno que John Newton escribió después de su conversión: una canción compuesta en escala pentatónica que, con sólo cinco notas, levanta el corazón de cualquier mísero pecador y lo eleva a una dimensión celestial, y cuya letra se ha convertido en un canto de redención. 
              
                         “SUBLIME GRACIA"

1.
Sublime gracia del Señor, 
que a un pecador salvó. 
Fui ciego y me hizo ver, 
perdido fui y Él me rescató.

2.
Su gracia me enseñó a temer,
 mis dudas ahuyentó.
 ¡Oh, cuán precioso fue a mi ser, 
cuando Él me transformó!

3.
En los peligros o aflicción que yo he tenido aquí, 
su gracia siempre me libró
 y me guiará feliz.

4.
Y cuando en Sión por siglos mil, 
brillando esté cual sol, 
yo cantaré por siempre allí, 
su amor que me salvó.
Su amor que me salvó.

  John Newton

       El himno de Newton no es sólo poesía: es testimonio vivo de que la gracia de Dios cambia vidas. Si transformó a un despiadado traficante de esclavos en un ministro del Evangelio, puede también transformar tu historia y la mía. 

     Hoy es el momento propicio para acoger la gracia, mientras nuestro corazón late y la oportunidad aún está abierta.

     "Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios." (Efesios 2:8)

     La gracia de Dios no es un concepto abstracto ni una idea lejana: es una realidad viva que transforma corazones y cambia destinos. El hombre, en su rebeldía y debilidad, se encuentra perdido en medio de la tormenta de sus pasiones y fracasos, pero un rayo de luz desde lo alto puede romper la oscuridad más densa. Ese rayo es Cristo, y su gracia es suficiente para salvarnos.

     La pregunta es: ¿seguirás postergando el llamado de Dios o permitirás que hoy mismo su gracia transforme tu vida?

     Como un eco que resuena en los cuatro vientos, la enérgica voz del apóstol Pablo se escucha decir: 

"He aquí, ahora el tiempo aceptable; he aquí, ahora el día de la salvación." (2 Corintios 6:2)

                          

¡La gracia y las bendiciones de Dios sean contigo!


Frank Zorrilla