Mis queridos amigos y hermanos,
Existe una reflexión de Arthur Laffer que dice: “No es lo que sabes, sino a quién conoces.” Sin embargo, podemos ampliar esta idea para darle un mayor alcance. Muchas veces, para alcanzar una posición de relevancia o un estatus privilegiado, no basta con nuestra capacidad intelectual o profesional…
No es un secreto que, en el mundo de los negocios o en la vida profesional, sin importar el ámbito, el éxito depende en gran medida en nuestra habilidad para construir relaciones con personas que pueden ayudarnos a sobresalir. Sin duda, cultivar relaciones nos otorga un valor agregado a largo plazo.
Lamentablemente, muchas personas confían únicamente en su conocimiento y en el dominio de su oficio como su única fuente de éxito. Invierten tiempo y esfuerzo en su formación técnica y especializada con la esperanza de alcanzar una posición relevante, o quizás, escalar en el ámbito social o económico. No obstante, a pesar de su capacidad, talento y credenciales, sus aspiraciones se ven frustradas por la ausencia de un "Padrino." Alguien con influencia que les abra las puertas.Un viejo compañero de estudios me contó una anécdota sobre un joven que visitó a su amigo rico. El padre de su amigo era el gerente general de la quinta compañía más grande del mundo. El joven, ansioso por recibir consejos sobre cómo triunfar en el mundo empresarial, le preguntó al hombre cuál había sido su estrategia para alcanzar ese puesto tan importante.
El padre del amigo le respondió con franqueza:
El joven, esperando una respuesta más elaborada, creyó que debía haber un secreto más concreto para alcanzar el éxito.
Más adelante, mientras disfrutaban de la velada, volvió a preguntar:
«Señor, tiene usted una magnífica propiedad y un gran estilo de vida. ¿Qué consejo le daría a un joven que desea prosperar?»
Esta vez, el hombre respondió con cierta impaciencia:
-«El éxito radica en las relaciones que construyas a lo largo de tu vida. Se trata de las personas que conoces y de las que te conocen. Piensa en ello y te irá bien.»
Al final de la cena, aún inquieto y esperando con ganas una fórmula secreta, el joven preguntó por tercera vez:
Visiblemente molesto, el hombre le contestó:
-«Muchacho, me has preguntado lo mismo tres veces. Si fueras mi empleado, te habría despedido a la segunda, pero como eres amigo de mi hijo, te responderé una vez más: todo es cuestión de relaciones. No es sólo a quién conoces, sino qué tipo de relación construyes con esas personas influyentes. Es cómo te ven y cómo te presentas ante ellos. ‘Tú escribes tu propia historia a través de tus acciones, la calidad, profundidad y autenticidad de tus relaciones. Tu historia puede ser la razón por la que alguien decida hacer negocios contigo o recomendarte a otro. Las relaciones lo son todo, pero, al parecer, no quieres escuchar eso.»
Me imagino que el joven aprendió una lección que nunca olvidaría.Hace más de dos mil años existió un personaje muy particular. No se destacó por su talento, inteligencia, ni pensar en su calidad humana. No fue un héroe de batallas épicas ni un líder social preocupado por los desposeídos de la época. En realidad, era un simple “ratero.” Un delincuente que vivió al margen de la ley. Su oficio consistía en cometer tropelías, saqueos, ser inquilino de las cárceles, y quizás hasta llegó a asesinar personas. Según algunos escritos apócrifos, este personaje tan especial tenía por nombre: “Dimas.”
¿Qué hace especial a este personaje tan pintoresco?…
A pesar de haber llevar una vida criminal, actuando fuera de la ley, recibió la promesa más valiosa: la salvación y el galardón de la eternidad. Su historia fue registrada por testigos presenciales, y Lucas, un médico de la época, la plasmó en el libro canónico que lleva su nombre en las Sagradas Escrituras.
El relato bíblico narra que, mientras Jesús estaba clavado en la cruz, este malhechor, que al principio se burlaba de Él, se arrepintió. Al escuchar la irreverencia e injuria del otro ladrón crucificado, lo reprendió diciendo:
“¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación?… Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; más este ningún mal hizo."
Entonces, con humildad, le dijo a Jesús:
«Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.»… (Lucas 23:39-42).
Solo unas pocas palabras de este “forajido de profesión” bastaron para recibir la mayor promesa de salvación. Jesús escuchó su súplica, y extendió una invitación que muchos desearíamos escuchar:
Indiscutiblemente, este “delincuente común” no fue salvo por sus méritos, ni por su encarnizada lucha predicando el evangelio. No fue un líder espiritual ni un defensor de la fe. No tenía credenciales religiosas, pero su encuentro con el dador de la vida, y la nobleza de un corazón compungido y arrepentido fueron suficientes para recibir la invitación celestial.
Si algunas vez pensamos que, al partir de este mundo, seremos invitados al paraíso celestial por nuestros propios esfuerzos, estamos equivocados. La salvación o el paraíso celestial no se obtiene por nuestras obras, nuestra fe, nuestra afiliación a una doctrina, nuestro bautismo o por haber hecho la primera comunión. No será por nuestra filantropía o por las magnánimas obras terrenales, por haber sido grandes líderes espirituales. Solo podremos entrar en el paraíso celestial, si Jesús nos invita, si Él nos concede el perdón.
Imaginemos por un momento a “Dimas, el malhechor” en el paraíso celestial, ante las miradas atónitas y desconcertadas de los apóstoles, ancianos y hasta de los mismos ángeles… Buscan en los registros celestiales, descubren su larga carrera delictiva en la Tierra. Que nunca perteneció a una iglesia, nunca fue bautizado, nunca recibió estudio bíblico, nunca diezmó, nunca fue azotado ni perseguido por predicar el evangelio. Sin embargo, está allí, como un invitado especial. Imagino que la curiosidad de los apóstoles, ancianos y mártires de la fe, los impulsará a preguntar:
Indudablemente, las relaciones con personas influyentes pueden ser cruciales para alcanzar nuestras metas terrenales, y, al igual que en el caso de Dimas, también pueden determinar nuestro destino eterno: la invitación al paraíso celestial. Como dice el proverbio:
“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré y cenaré con él, y él conmigo. Al que venciere, yo le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono.” (Apocalipsis 3:20-21)…
Después de esta promesa, el apóstol Juan nos deja una advertencia:
“El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.” (Apocalipsis 3:22).
¡Dios los bendiga rica y abundantemente!
Frank Zorrilla
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