sábado, 7 de junio de 2025

NEUROPLASTICIDAD Y PROSODIA: El Secreto de la Formación Infantil y los Traumas del Adulto

 Mis queridos hermanos y amigos,


     A lo largo de mis reflexiones, he encontrado que las palabras no solo comunican, sino que construyen. En especial, las que van dirigidas a un niño. Hoy quiero compartir con ustedes un tema que toca profundamente el alma y, a la vez, está respaldado por la ciencia: el poder de nuestra voz en la formación del ser humano.

     Este artículo nace del deseo de unir tres perspectivas que, lejos de contradecirse, se complementan: la neurociencia, la espiritualidad humana y la sabiduría bíblica. Entre los 7 y los 14 años se definen muchas de las bases que determinarán quiénes seremos como adultos: nuestra seguridad, nuestra identidad y hasta nuestra capacidad para amar o perdonar.

     Te invito a leer este texto con mente abierta y corazón dispuesto. No está escrito para juzgar, sino para despertar conciencia. Que nuestras voces —como padres, maestros, pastores o cuidadores— no sean solo sonido, sino también dirección, ternura y verdad.

Con gratitud,

Frank Zorrilla


Neuroplasticidad y Prosodia: El Secreto de la Formación Infantil y los Traumas del Adulto 


          "La muerte y la vida están bajo el poder de la
lengua..."
(Proverbios 18:21)


¿Sabías que el período comprendido entre los 7 y los 14 años son los más importantes en la formación de un niño? 

     Entre los 7 y los 14 años, el ser humano atraviesa una de las etapas más trascendentales en la construcción de su identidad emocional, cognitiva y espiritual. Aunque la infancia temprana sienta las bases del lenguaje y la relación con el mundo, es en este segundo tramo (edad comprendida entre los 7 y 14) donde se consolidan de forma más profunda los patrones neuronales que definirán cómo ese niño percibirá el amor, la autoridad, la corrección y, en última instancia, su propio valor.  

     La ciencia ha identificado este período como una ventana crítica de neuroplasticidad especializada: las conexiones cerebrales se reorganizan, se refuerzan o se eliminan según las experiencias vividas y, especialmente, según la carga emocional de esas experiencias.

      Mientras el niño va experimentando esa trancisión de latencia hacia la adolescencia, quizás nos concentraremos en los aspectos físicos: su cuerpo experimenta cambios, al igual que en su comportamiento. Son los aspectos tangibles de ese desarrollo, pero y ¿Qué de los invisibles como la mente y el alma?..  

     En este contexto, 
la prosodia
que no es más que: el tono, la entonación y el ritmo con que nos dirigimos al niño, casi pisando la autonomía como ser social, se convierte en una herramienta decisiva. Desde la neurociencia, sabemos que la prosodia activa circuitos del sistema límbico, que gobierna las emociones y la memoria emocional. Es como si la prosodia fuera la arquitectura oculta del cerebro. Por  eso, no es solo lo que decimos, sino cómo lo decimos, lo que moldea la mente y el corazón.     

     Una corrección tierna pero firme fortalece la seguridad interior del niño; una instrucción cargada de agresividad o indiferencia puede dejar cicatrices invisibles que más tarde se manifestarán como inseguridad, rechazo o miedo al fracaso.  

     Es que la voz moldea el cerebro y el alma, y esa voz que el niño escucha se transforma en la voz que más tarde usará para hablarse a sí mismo. 

     ¿Es esta verdad ajena a la Biblia?

     En realidad no, porque este principio tiene un eco claro en la sabiduría bíblica:

   Con mucha paciencia se persuade al gobernante; la palabra dulce quebranta los huesos.” (Proverbios 25:15)

     Esta afirmación, lejos de ser solo poesía, refleja una verdad espiritual profunda: el tono de nuestras palabras tiene el poder de romper resistencias, de transformar actitudes y de edificar el alma. Jesús, el modelo perfecto de educador y guía, hablaba con autoridad pero también con ternura, con intención y compasión. Su tono, tanto como sus palabras, levantaba al caído, corregía con misericordia, daba esperanzas al corazón afligido y formaba discípulos seguros de su identidad.

     Desde una mirada espiritual, este periodo comprendido entre los 7 y 14 años representa el momento en que el alma del niño comienza a resonar con la voz del mundo que lo rodea. Si el tono que escucha es consistente, amoroso y justo, se construirá un “yo” seguro, sin necesidad de esconderse tras máscaras ni buscar validación externa.

     Por el contrario, si el lenguaje que lo forma es duro, sarcástico o emocionalmente indiferente, ese niño crecerá tratando de ganarse el amor o el respeto que no sintió. En muchos casos, esto da origen a lo que hoy llamamos síndrome del impostor: adultos exitosos por fuera, pero inseguros por dentro, incapaces de sentirse merecedores de lo que han logrado.    

     "Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten." (Colosenses 3:21).


     ¿Cuántos de nosotros, ya adultos, llevamos cicatrices en la mente, fruto de experiencias dolorosas que nos marcaron en aquellos años tan fundamentales de nuestra niñez?
   
     Enseñar, corregir y amar con la prosodia adecuada no es solo una técnica educativa; es un acto profundamente espiritual. Estamos moldeando cerebros, sí, pero también corazones. Y más aún: estamos modelando una imagen de Dios, de autoridad, de verdad y de amor.

     La ciencia lo confirma, la espiritualidad lo percibe, y la Biblia lo anticipó: no basta con decir la verdad; hay que decirla con gracia. Y en esa gracia se forma el alma de un niño… y con ella, el adulto que un día llegará a ser. Es como sembrar una semilla que no solo da sabiduría, sino también salvación emocional y espiritual en el corazón de ese futuro ser social.

     Este es un llamado a la acción para padres, educadores, líderes espirituales y cuidadores:

     Tus palabras no pasan desapercibidas. Cada vez que hablas a un niño, estás inscribiendo parte de su historia emocional. Sé intencional. Usa tu voz no solo para enseñar, sino para sanar, formar, bendecir y liberar. 

     Dale a ese niño el tono de voz que querrá escuchar en su interior cuando sienta dudas, miedo o necesite afirmación. Porque, ¿cuántos traumas nos habríamos evitado si nuestros padres, educadores, líderes espirituales y cuidadores no hubiesen sido tan ignorantes del poder que tenía su voz?

     ¡No repitamos los errores que nos marcaron!

     La voz que usamos con nuestros hijos puede sanar lo que una vez nos dolió. Porque no es solo lo que decimos, sino cómo lo decimos, lo que moldea su mente y su corazón. 

     Seamos la voz que nosotros mismos necesitábamos. Con amor, ternura y sabiduría, ayudémoslos a crecer sin miedo... y con identidad. Recordemos que durante los años críticos entre los 7 y 14, el niño no solo escucha: almacena emociones, graba tonos y asocia voces con su sentido de identidad. Lo que recibe en ese tiempo no desaparece: forma estructuras mentales y emocionales que pueden durar toda la vida. 

     De ahí la fuerza de esta verdad tan contundente:

"Mira al adulto y su comportamiento, y descubrirás a un niño traumatizado."

     Esta frase, respaldada por décadas de investigación en neurociencia y psicología del desarrollo, resume una realidad inevitable: el adulto que somos es consecuencia directa del niño que fuimos. El Dr. Bruce Perry, experto en trauma infantil, afirma:

"Lo que se repite en la infancia se convierte en estructura cerebral."  

       Por eso, educar con ternura, hablar con gracia y corregir con amor no es opcional: es esencial. Un tono de voz autoritario, agresivo o despectivo no solo corrige: lastima, y a veces de forma permanente.

   
     Desde la psicología del apego hasta la teoría del trauma, todo indica que los adultos heridos emocionalmente suelen ser niños no escuchados, ignorados o maltratados con palabras frías. Y  la Biblia ya lo sabía:

     "Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él." (Proverbios 22:6).

      Así como las dulces palabras pueden "triturar los huesos", también pueden curar el alma. Cuando hablamos con intención y amor, no solo estamos formando al niño de hoy, sino al adulto sano y libre de mañana.


¡Que Dios los bendiga y los guarde por siempre!


Frank Zorrilla

lunes, 26 de mayo de 2025

NUESTRO ADN: EL TEMPLO MOLECULAR DEL DIOS ETERNO Y SU FIRMA ESTÁ IMPRESA EN CADA CELULA

Mis queridos amigos y hermanos, 


¿Podría Dios estar presente no solo en lo espiritual, sino también en lo biológico?    
¿Y si la ciencia, sin pretenderlo, ha dejado pistas de lo divino en lo más profundo del cuerpo humano?

     

     En este artículo analizaré cuatro descubrimientos o símbolos impactantes que muchas veces ignoramos:

  • El supuesto peso del alma: 21 gramos
  • La proteína laminina, con forma de cruz 
  • El código del nombre de Dios (YHWH) escrito en nuestras células 
  • El nombre de Dios plasmado en el ADN

 ✓      21 gramos, el peso del alma 

     En 1907, el doctor Duncan MacDougall llevó a cabo un experimento que pretendía medir el peso del alma humana. Observó que los cuerpos de algunos pacientes terminales perdían aproximadamente 21 gramos al momento de la muerte. Aunque algunos científicos han cuestionado su trabajo, este estudio ha inspirado una potente idea simbólica: el alma como algo real y mensurable. De que esta existe y trasciende el cuerpo.

     Curiosamente, 21 es la suma de 3 veces 7, y en la simbología bíblica: 

  • 7 representa la perfección divina
  • 3 representa la plenitud del Dios Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

      ¿Es coincidencia que el alma pese simbólicamente “una medida perfecta”? ¿O es un eco espiritual de que la vida viene de Dios y a Él retorna?

       De ser así, el alma, entonces, sería la plenitud de Dios en nosotros.     


“Entonces el SEÑOR Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente.” (Génesis 2:7)


    
Laminina: La cruz que mantiene unido el cuerpo

     La laminina es una proteína de adhesión celular esencial en el cuerpo humano. Actúa como “pegamento estructural”, manteniendo unidas las células de los tejidos y permite que órganos funcionen correctamente. 

     Lo más importante es su estructura microscópica se asemeja notablemente a una cruz, claramente visible al microscopio electrónico. ¿Casualidad o diseño divino?

      Según la Revista de Investigación de Células y Tejidos: 
“La Laminina es el fundamento de la membrana basal y es esencial para mantener la integridad estructural de los tejidos.” 


     “Porque en Él fueron creadas todas las cosas… y todas las cosas en Él subsisten.” (Colosenses 1:16-17)


     Para muchos creyentes, la laminina es una señal de que la cruz de Cristo no solo redime el alma, sino que sostiene la vida misma. Porque nos mantiene unidos literalmente a nivel molecular.
  
✓     El nombre de Dios (YHWH) codificado en el ADN


     El investigador Gregg Braden, al igual que otros investigadores, han propuesto  que el ADN humano contiene un patrón que puede coincidir con el nombre de Dios YHWH (Yod-He-Waw-He) cuando se traducen los elementos químicos del ADN (hidrógeno, nitrógeno, oxígeno, carbono) a través de la numerología hebrea (guematría).

     ¿Cuál es el fundamento científico?


  • El ADN está formado por cuatro elementos principales: C (Carbono), H (Hidrógeno), O (Oxígeno) y N (Nitrógeno).
  • En la numerología hebrea, los valores guematrícos para interpretar simbólicamente palabras: Yod = 10, He = 5, Waw = 6, He = 5
  • Estos valores se alinean de forma simbólica con los números atómicos de los elementos en el ADN, lo que sugiere “la firma de Dios” en cada célula.
Aunque esta conexión no es aceptada por algunos científicos, es una metáfora poderosa: el Creador ha firmado Su nombre en cada célula del cuerpo humano.

     “Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza…” (Génesis 1:26)

   “Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras; estoy maravillado, y mi alma lo sabe muy bien.” (Salmo 139:14)

     Si el nombre de Dios está inscrito en nuestro ADN, no somos accidentes cósmicos, sino creaciones intencionales con identidad divina.

     A través de ellos, exploramos un mensaje excepcional: que fuimos creados con intención divina, y que cada célula de nuestro ser refleja la imagen del Creador.

     
 
      1563: Dios eterno dentro del cuerpo.

     Algunos estudiosos espirituales como Gregg Braden han sugerido que la combinación de elementos químicos del ADN (Carbono, Hidrógeno, Oxígeno, Nitrógeno) puede simbolizar el nombre de Dios. 

     Tomando las letras hebreas o armadas correspondientes a estos elementos y sumando sus valores numéricos mediante la guematría, se llega al número simbólico 1563.

     Pero, ¿qué tiene de particular ese número?

     Según ciertas fuentes místicas en arameo, este número significa: “Dios eterno dentro del cuerpo.”

        Como es de esperarse, algunos hombres de ciencia no aceptan esta interpretación, pero tiene un profundo valor espiritual: la idea de que fuimos diseñados con intención divina, y que cada célula de nuestro cuerpo lleva una firma sagrada.

     “Porque las cosas invisibles de él… se hacen claramente visibles desde la creación del mundo…” (Romanos 1:20)

     ¿Es acaso nuestro cuerpo físico un diseño que habla?…¿Son solo coincidencias o huellas divinas?

     En un tiempo donde la ciencia busca explicar todo, y la fe parece separada de lo tangible, estas conexiones nos recuerdan que el cuerpo humano es más que biología: es una obra de arte con la firma de su Autor. 
  
     La cruz en nuestras células, el alma que pesa lo perfecto, y el nombre divino inscrito en el ADN… nos dicen que Dios habita lo invisible. 
 
     Al observar juntos estos cuatro elementos tomando en cuenta la simbologíalo que representa en el ser humano y el significado espiritual: notamos, que parece haber un patrón, un lenguaje no escrito, una poesía escondida a nivel intracelular, como si cada fibra del cuerpo humano proclamara:

     “¡No estás solo. Fuiste creado. Estás sostenido. Eres templo del Dios viviente!”


     En conclusión, la ciencia no necesita probar la existencia de Dios para que los creyentes vean Su mano. Estos símbolos aunque no pretendan ser evidencia empírica ofrecen puentes entre lo natural y lo eterno, entre la biología y la fe. 

  

    Ya sea en los 21 gramos del alma, en el nombre de Dios en el ADN o en la cruz de la laminina, la invitación es clara: abrir los ojos y reconocer que lo divino no está lejos, sino impreso en lo más íntimo de nosotros mismos.

      No busquemos a Dios en la alturas del cielo, sino en lo más profundo de nuestro ser y en la sabiduría silenciosa de la naturaleza que nos envuelve. Reflexionemos en el siguiente versículo:   

 “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?.” (1 Corintios 3:16)


¡Que la gracia y las bendiciones de Dios te acompañen por siempre!


Frank Zorrilla


jueves, 22 de mayo de 2025

EL ALMA SOLO DESPIERTA UNOS POCOS AÑOS. ¿CUÁNTOS AÑOS DE TU VIDA HAS VIVIDO DE VERDAD?

Mis queridos amigos y hermanos,  


     ¿Estamos viviendo o simplemente existiendo?


     Cuando alguien llega a los 70 años, solemos decir que esa persona ha vivido una vida larga. Pero, ¿es eso realmente cierto? Tristemente, no es así. Porque si nos detenemos a analizar con atención, descubrimos que de esos 70 años, esa persona tal vez ha vivido con plena consciencia solo una fracción muy pequeña.

      Según algunos cálculos, que combinan tiempo dormido, infancia, rutinas automáticas y distracciones, de esos 70 años, apenas 12 años pueden considerarse momentos de verdadera lucidez, de presencia y reflexión consciente. Llámese: la hora dorada del alma, el despertar espiritual, la autenticidad existencial, o la verdadera vida...

     Y si esto es así, surge una pregunta inevitable:



¿Dónde queda la felicidad dentro de esos pocos años que realmente vivimos despiertos?


    
     Si nos ponemos a analizar detalladamente nuestra vida desde una perspectiva de estado de consciencia, descubriremos que:

  •    El sueño ocupa un tercio de nuestra vida.

En el ejemplo de una persona que alcance vivir 70 años, y suponiendo de que esa persona durmió @ de 8 horas diarias, serian aproximadamente 23 años que se mantuvo en estado de inconsciencia o dormido.  

  •     La niñez temprana (0 a 12 años) está marcada por un desarrollo de la consciencia aún inmaduro.
Por tanto, si restamos esos 12 años, nos quedarían unos 35 años de vida potencialmente consciente.


  •      La adolescencia y juventud temprana, aunque más despiertas, están llenas de confusión, presiones sociales e impulsividad.
Si consideramos sólo la mitad de este periodo como verdaderamente consciente, quedamos con 29 años.


  •     La adultez rutinaria suele vivirse en piloto automático, atrapada en la repetición y el estrés diario.
Aproximadamente la mitad de esos años se van en distracción o inconsciencia. como resultado: 14 a 15 años conscientes.

  •       Finalmente, dentro de esos años conscientes, solo ciertos momentos se viven con verdadera lucidez: pérdidas, decisiones importantes, encuentros espirituales, estados de contemplación profunda.

     Todos estos factores
en conjunto, reduce la cifra a unos 12 años plenos… si es que llegamos a vivirlos con atención.

   


 ¿Qué pueden decirnos los especialistas y la neurociencia?

     La neurociencia muestra que gran parte de nuestras acciones son automáticas, programadas por hábitos y condicionamientos. Vivimos buena parte del día con la mente en otro lugar. Estudios revelan que pasamos casi la mitad del tiempo pensando en cosas que no están ocurriendo y que quizás, nunca ocurrirán. 

     Pero también nos enseña que podemos entrenar la mente. La psicología positiva ha demostrado que prácticas como la gratitud, la meditación y la compasión aumentan la felicidad duradera.

    

     Por lo que podemos afirmar que la felicidad, entonces, no es una emoción espontánea, sino un acto consciente, que solo puede darse cuando estamos presentes.   

     Si tomamos la filosofía como marco, filósofos como Aristóteles diferenciaban entre el placer momentáneo y la verdadera felicidad. Para este filósofo, la eudaimonía se refiere a la “vida buena” o “florecimiento humano”, la que entendía como una vida con virtud, propósito y coherencia, en lugar de un mero estado de bienestar pasajero.  

     El prominente filósofo alemán, Martin Heidegger nos advertía sobre el peligro de vivir “caídos en la cotidianeidad”, sin cuestionarnos, sin despertar. Y Sócrates afirmaba: “Una vida sin examen no merece ser vivida”.

    

     Por lo tanto, lo que la filosofía nos dice es que, la felicidad no depende de lo que nos ocurre, sino de cómo vivimos lo que nos ocurre. Y eso solo se logra en los escasos momentos en que despertamos del letargo de lo habitual o cuando estamos conscientes. 

     De hecho, en el mundo espiritual, y según algunos textos que encontramos en las Sagradas Escrituras, el ser humano vive dormido. Jesús lo expresó así: “Estad atentos, porque no sabéis el día ni la hora”. También el apóstol Pablo urgía: “Despiértate tú que duermes…”.

     Jesús mismo aludió a esta visión profunda cuando dijo: “La lámpara del cuerpo es el ojo…” (Mateo 6:22). 

      Algunos han interpretado este “ojo” como una metáfora de la conciencia despierta, o incluso, desde lecturas más modernas, como una referencia al tercer ojo o la glándula pineal, símbolo del despertar espiritual en muchas culturas. Lo importante no es el órgano físico, sino la capacidad de ver la vida desde el alma, desde lo eterno, desde la verdad interior. Cuando ese “ojo” está sano, vivimos en luz. Vivimos conscientes. Vivimos felices.

     Todos, desde el budismo, el misticismo y el cristianismo apuntan a que la felicidad no es un estado emocional, sino una consecuencia de estar en contacto con lo eterno, con Dios, con el Ser. Y desde esta perspectiva, la felicidad no se busca; se revela… en los momentos en que el alma se encuentra consigo misma y con lo divino.

     Entonces, ¿Qué debemos hacer o cuál debería ser nuestra actitud ante la vida y nuestros años en plena consciencia?

    

     Si solo vivimos conscientemente alrededor de 12 años dentro de una vida de 70, entonces ser feliz no es un lujo, sino una urgencia.

     No podemos controlar cuánto tiempo viviremos, pero sí podemos decidir cuán profundamente queremos vivir lo que nos queda. Por lo que debemos comenzar a “desaprender” como sugirió Lao-Tsé.  Esto es, desprendernos de los prejuicios y conceptos preestablecidos para fluir con el camino natural del universo. Es como “vaciar la mente”, soltar las ataduras al conocimiento acumulado durante nuestra inmadurez, los deseos y el ego para vivir el presente. 

      El filósofo francés, René Descartes proponía la “duda metódica”, donde rechazaba todo lo aprendido previamente para construir una base de conocimiento más sólida y así poder comenzar a vivir plenamente en consciencia.

   

     La felicidad no se encuentra en los años, sino en los instantes vividos con atención, con sentido, con amor. Porque los años que decimos que tenemos, son en realidad los años que ya no tenemos, por lo que los únicos años que debemos ponerle interés y tesón son los que nos faltan por vivir. Pero solo cuando despertamos a lo esencial, empezamos realmente a vivir. Porque:

     “La felicidad, en su esencia, es efímera y transitoria, como un destello en medio de la noche. Es una ilusión tejida con los hilos de nuestros sueños, una percepción fugaz que se disuelve ante la realidad. Sin embargo, es precisamente su naturaleza momentánea la que la hace tan valiosa, como una joya que brilla más intensamente porque sabemos que no durará para siempre…”

   

   ¡DESPERTEMOS YA!... Aprovechemos nuestros años de consciencia para vivir intensamente. Al final, y en resumidas cuentas, esos años son muy pocos, y algunos, quizás nunca llegaron a vivirlos.


¡Que la gracia y las bendiciones de Dios te acompañen por siempre!

Frank Zorrilla