miércoles, 26 de noviembre de 2025

LA EPIDEMIA DE LOS INFLUENCERS: "Los Nuevos Ídolos que Moldean una Generación sin Rumbo."

Mis queridos amigos y hermanos:

   ¿Aspirar a una carrera o acumular seguidores? Este es el falso dilema que define a la moderna e incipiente generación.

     Un nuevo paradigma domina la esfera digital: la figura del influencer. Este arquetipo moderno ha logrado lo impensable: desplazar a los profesionales tradicionales como fuente de autoridad. Ante este fenómeno, se alza una pregunta crucial que redefine aspiraciones y valores.

     ¿Lo que consumo en las redes sociales me edifica o me vacía?

     Si bien el concepto de "influencer " no es nuevo, su versión moderna surgió con los blogs y las primeras redes sociales a principios de los años 2000. Con la explosión de YouTube, Facebook e Instagram, el fenómeno se masificó. Ya no solo se leía a alguien; ahora se le veía y escuchaba, creando una ilusión de proximidad y autenticidad.

     Las marcas no tardaron en darse cuenta. Descubrieron que estas personas ejercían un poder de persuasión sobre sus comunidades mucho mayor que el de la publicidad tradicional. Así, ser influencer dejó de ser un pasatiempo para convertirse en una profesión lucrativa.  

     Hoy, el 40% de los jóvenes se informa habitualmente a través de sus canales, seducidos por el espejismo de un éxito inmediato en una industria que se proyecta supere los 33 mil millones de dólares para 2025, con un crecimiento anual del 25%.
    
      Sin embargo, detrás de este destello en las pantallas se esconde una peligrosa grieta. Esta ola arrastra una visión desenfocada de la realidad con dos consecuencias graves: la devaluación del conocimiento riguroso y un impacto demoledor en la salud mental. Un alarmante 67% de los adolescentes confiesa sentirse inseguro después de consumir este contenido.
    
      En este punto, cabe una advertencia contundente, pero certera: 
   
"Los influencers no guían a las masas; simplemente reflejan su vacío."Soren Kierkegaard
     
     Un contraste perfecto con la sabiduría de Salomón:

"El ingenuo se lo cree todo; el prudente mide bien sus pasos." (Proverbios 14:15).
     
     Esto no es un mero cambio de hábitos; es una transformación cultural que nos obliga a preguntarnos: 

    ¿Estamos ante un nuevo modelo de éxito o ante una erosión estructural de los valores que tanto le ha costado construir a la humanidad?

     "Temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra interacción humana, y el mundo tendrá una generación de idiotas."

    Aunque esta cita se le ha atribuido al científico visionario Albert Einstein erróneamente, no deja de tener sentido.    
 
     Actualmente, las redes sociales están saturadas de influencers en todos los ámbitos del saber: desde la cosmetología y gastronomía hasta la salud física y mental. Este fenómeno no deja de expandirse, alimentado tanto por la necesidad de obtener un "me gusta" como por el deseo de emprender negocios lucrativos a costa de usuarios que buscan consejos e ideas.  
     
     No debemos aceptar pasivamente todo consejo, especialmente en temas de salud, finanzas o espiritualidad. Dios nos llama a ser prudentes y a investigar, no a seguir ciegamente.

     El ámbito de la salud es uno de los más vulnerables. Influencers sin formación ofrecen consejos y "terapias" con un impacto directo en el bienestar de sus seguidores. Circulan contenidos con títulos seductores como "desintoxícate de tu ansiedad" o "resuelve tus traumas en una sola sesión", prometiendo soluciones inmediatas a problemas complejos.
     
     Estas pseudoterapias carecen de rigor científico y, cuando fracasan, suelen culpar al individuo, agravando su frustración y su estado inicial. Un estudio social del Hospital de Ovalle concluyó que este contenido "puede moldear la identidad, afectar la autoestima y la autoimagen, además de reforzar estereotipos y conceptos erróneos."

     Y ¿qué se puede decir sobre la adicción a la validación externa y la cultura de la comparación que ejercen los influencers?  

     Indudablemente, la exposición constante a vidas editadas y perfectas genera una comparación constante y dañina. Según un estudio, un 69% de los jóvenes entre 18 y 34 años en España ha experimentado el síndrome FOMO ("miedo a perderse algo", por sus siglas en inglés). Este término, acuñado y popularizado por Patrick J. McGinnis define la ansiedad que provocan las redes sociales, donde constantemente somos espectadores de vidas y  experiencias gratificantes de las que no formamos parte.

     Es aquí precisamente donde, la cultura de la imagen se vuelve tan poderosa, que no escapa del nihilismo al estilo de Friedrich Nietzsche:  

 
"En la era de los influencers, la imagen vale más que la verdad, porque la verdad ya no importa."
     
     No obstante, el gran Maestro de Galilea responde con un principio eterno:
     
     "Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres." (Juan 8:32).

     En este ecosistema, la relación entre influencer y seguidor puede profundizarse hasta una espiral de dependencia mutua. Se genera un círculo vicioso donde el seguidor, impulsado por el miedo a perderse algo (FOMO), y el influencer, necesitado constantemente de la validación a través de los "me gusta", se retroalimentan. Esta búsqueda conjunta de validación puede volverse aditiva, liberando dopamina y creando una dependencia de la aprobación externa que, al frustrarse, deriva en ansiedad, depresión y baja autoestima. 

     Pero el peligro no se detiene ahí: también está la desinformación y su incursión en la política.

     Los creadores de contenido han irrumpido con fuerza en el ecosistema informativo, llegando a desplazar a las fuentes tradicionales. Los medios tradicionales ven cómo su influencia se reduce de manera drástica frente a una red global de podcasters, youtubers y tiktokers, dado que cada vez son menos los jóvenes que sintonizan un telediario o un canal de noticias para informarse sobre los acontecimientos mundiales o nacionales. Conscientes de esta nueva realidad, los políticos priorizan las entrevistas con influencers populares para conectar con el público joven, eludiendo así el escrutinio periodístico profesional.

     El riesgo no es solo el cambio de formato, sino la fiabilidad del contenido. A nivel global, un 47% de las personas identifica a los influencers como una de las mayores fuentes de desinformación, al mismo nivel que los políticos. Esto crea un caldo de cultivo para narrativas falsas con implicaciones profundas para la salud democrática.

     Aquí surge una verdad que la sabiduría popular ya intuía desde hace siglos. 

     Recita un viejo refrán popular: "en un mundo de ciegos, el tuerto es el rey." Y lamentablemente, esta frase describe con una precisión perturbadora lo que ocurre hoy con muchos influencers y la Generación Z. En un entorno donde abundan las vidas vacías, las identidades frágiles y la falta de propósito, cualquiera que parezca tener un poco de "dirección"aunque sea superficial o equivocada—termina ocupando el trono de liderazgo digital. Así, jóvenes desorientados acaban siguiendo a personas que no ven más allá de sí mismas, perpetuando una cadena de ceguera emocional, espiritual e intelectual. 
    
      Jesús nos pregunta con una vigencia escalofriante:

     "¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en el hoyo?" (Lucas 6:39).

     El riesgo más insidioso es la capacidad de algunos influencers para moldear creencias profundas y valores sociales entre los más jóvenes. Bajo la apariencia de "consejos de superación personal" o "mentoría masculina", existen redes coordinadas que introducen narrativas misóginas en su contenido. Este ecosistema capta a chicos jóvenes que se sienten inseguros o solos, ofreciéndoles un sentido de pertenencia y superioridad a cambio de adoptar una visión hostil hacia las mujeres.

     Las consecuencias son tangibles. Investigaciones y reportes docentes indican un aumento de incidentes en las aulas donde los chicos repiten consignas de estos influencers, interrumpen a sus compañeras o desprecian sus opiniones, traduciendo el odio digital en comportamientos concretos. 

     El apóstol Pablo nos da un consejo contundente que aplica perfectamente a nuestras "compañías digitales":

     "No se dejen engañar: 'Las malas compañías corrompen las buenas costumbres'." (1 Corintios 15:33).
     
     Aquí toma fuerza una reflexión filosófica al estilo de Jean Baudrillard sobre la falsedad digital:
     
     "Los influencers no viven su vida; interpretan un personaje para una audiencia que también finge ser real." 
    
      En cambio, Dios nos recuerda que Él mira más profundo que cualquier pantalla:
    
      "El hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón." (1 Samuel 16:7).  

     A  quién seguimos, a qué le damos nuestro tiempo y atención, moldea nuestro carácter. Si seguimos constantemente a personas cuyos valores son contrarios a los principios morales y espirituales, terminaremos siendo influenciados por ellos.

     Las redes sociales crean una "norma" constante de lo que es el éxito, la belleza o el estilo de vida ideal. Frente a esta presión, la Biblia nos insta:
   
       "No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta." (Romanos 12:2).
     
     La Biblia no condena el uso de la tecnología o las redes sociales, pero sí nos insta insistentemente a usar el discernimiento y a proteger nuestro corazón. La próxima vez que te encuentres frente a un influencer, pregúntate: 

     ¿Este contenido ayuda a mi crecimiento personal, profesional y espiritual o me genera ansiedad y envidia? ¿Me edifica o me vacía?
   
     En este contexto, la educaciónno la tradicional, sino una enfocada en el pensamiento crítico, la alfabetización digital y la fortaleza de valores— se revela como la herramienta más poderosa. No se trata de prohibir, sino de inmunizar. Es la manera sostenible de formar jóvenes que no sean seguidores ciegos, sino consumidores críticos y creadores responsables de contenido. 

     La meta final es que, al enfrentarse a cualquier influencer, su brújula no sea la tendencia algorítmica, sino una mente renovada y un corazón discernidor, capaz de responder con convicción la pregunta crucial: ¿Esto me edifica o me vacía?
     
La respuesta, sin duda, te guiará.


¡Que las bendiciones de Dios estén siempre presentes en sus vidas!


Frank Zorrilla

lunes, 22 de septiembre de 2025

ENTRE LA VANIDAD Y LA HUMILDAD: ¿QUIÉN OCUPA EL TRONO DE TU CORAZÓN?


"Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad." (Eclesiastés 1:2)


     Mis queridos amigos y hermanos,

     El sabio Salomón comienza afirmando en el libro de Eclesiastés que "todo es vanidad", y enfáticamente lo repite:

     Yo miré todas las obras que se hacen debajo del sol; y he aquí, todo ello es vanidad y aflicción de espíritu." (Eclesiastés 1:14).

     Estas expresiones no provienen de un hombre cualquiera, sino de uno de los reyes más sabios, ricos y poderosos del Antiguo Testamento. La gran pregunta es: ¿Por qué Salomón, con toda su experiencia de vida, concluyó
que los esfuerzos humanos no tienen sentido en sí mismos?

     Primeramente debemos buscar la morfología de la palabra "vanidad" y su esencia que proviene del latín vanitas, que a su vez proviene del adjetivo vanus (vano, vacío, hueco). Por lo tanto, describe la cualidad de ser vano, y puede manifestarse de dos maneras.

  •  Arrogancia y envanecimiento: la excesiva valoración de la propia imagen o habilidades.
  •  Transitoriedad y falta de valor: la fragilidad de las cosas terrenales
     
     Salomón probó todo lo que el mundo puede ofrecer: poder, riqueza, placer, sabiduría. Y al final concluyó que todo es "vapor", un "aliento fugaz". Una naturaleza temporal e insustancial de las cosas terrenales. Entendió que, el poder no da significado, la riqueza no da plenitud, la sabiduría no garantiza paz. Todo es efímero; como un vapor que se disipa, cuando se busca fuera de Dios.

     "Es que el poder, la riqueza, la fama, la sabiduría, los reconocimientos y los aplausos no pueden llenar el vacío existencial que solo Dios puede llenar."

     ¿Fue la vanidad lo que motivó al primer hombre y a la primera mujer a desobedecer a Dios?
   
     No existe una respuesta simple, porque existen factores con diversos matices. Un pecado complejo con varias capas. No obstante, la vanidad (creer que podían ser igual al Creador) y la ambición de poder (creer que podían alcanzar un estatus divino) 
fueron componentes claves para la desobediencia.  

     La vanidad está intimamente ligada a la soberbia: Es la búsqueda de gloria y excelencia personal independientemente de Dios. Adán y Eva, al querer ser "como Dios" (Génesis 3:5),  buscaban una gloria que no les correspondía. 

     El enemigo sabe que la gloria del hombre es frágil. En las Escrituras, podemos comprobar de que existe un paralelismo revelador entre la tentación de Adán en el Edén y  la tentación de Jesús en el desierto: "Todo esto te daré si postrado me adorares." (Mateo 4:9). Satanás, al conocer la naturaleza humana, apela al deseo de poder, gloria y autosuficiencia. Pero la respuesta de Jesús revela la radical diferencia entre la naturaleza caída del hombre y la naturaleza perfecta de Dios.
   
     Si Jesús hubiese tenido un ápice de vanidad, hubiera caído, pero él no buscaba su propia gloria, sino la del Padre. Su identidad y misión no dependían de un poder externo o del reconocimiento terrenal. Al no tener ego que alimentar, la oferta de poder era vacía

     Hoy, Satanás sigue usando el mismo argumento de poder que usó con Adán y con Jesús porque es su arma más efectiva contra la humanidad. La vanidad y la ambición de autoglorificación echan raíces en el corazón del hombre, pero debemos ser cautos:

  • El primer Adán fue tentado y cayó por vanidad y desobediencia, introduciendo el pecado al mundo.

  • El nuevo Adán (Jesús) fue tentado y venció por humildad y obediencia, inaugurando la redención.

     ¿Es la vanidad la exaltación del ego?

    La vanidad, en su sentido más profundo y teológico es la exaltación del yo (el ego) que busca su propia gloria, reconocimiento y valor por encima de todo, incluso por encima de la verdad y de Dios:

  • Busca su propia alabanza: Necesita que su valor, belleza, inteligencia o logros sean reconocidos y admirados por los demás y por sí misma.
  • Se mira a sí misma como centro: El universo de las persona vanidosa gira en torno a su propia imagen. Todo se filtra a través de cómo la afecta o cómo la hace ver.
  • Depende de fuentes externas para su valor: Su sentido de identidad y autoestima es frágil, porque depende de la admiración, que son temporales e inseguros. 
   
     La vanidad suele ser el síntoma visible de una soberbia oculta. La persona soberbia utiliza la vanidad —esa búsqueda de gloria y reconocimiento— para alimentar su creencia internalizada de superioridad.  Es que en el fondo, la 
vanidad es una forma de idolatría. Es como poner al "yo" en el trono que solo le pertenece a Dios.

     El filósofo Arthur Schopenhauer escribió:

     "La vanidad es como un humo que, si bien puede elevarse hacia arriba, no tiene ningún peso propio."

      La Biblia lo confirma desde otra perspectiva:

     "Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes." (Santiago 4:6).

     Es por eso que la antítesis de la vanidad no es baja autoestima, sino la humildad: Jesús es el máximo ejemplo de esto: siendo Dios, no se aferró a su gloria, sino que se humilló a sí mismo. Como lo expresa el apóstol Pablo:

     "El cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres." (Filipenses 2:6-8)

     Entonces, ¿son la vanidad y la soberbia dos caras de la misma moneda, con roles complementarios?
   
     Desafortunadamente, Sí, la vanidad y la soberbia conviven y son inseparables, formando una dinámica profundamente dañina donde una es a menudo la manifestación externa y la otra la 
raíz interna.

  • La soberbia es el pecado original. Es la enfermedad del alma al creerte superior, autosuficiente de Dios y sus designios. Es en sí, el motor interno.
  • La vanidad es el síntoma visible de la enfermedad de la soberbia. Es la forma en que la soberbia se manifiesta y busca alimentarse con la validación, con la auto-glorificación, con la dependencia de elogios, posesiones materiales, estatus social, apariencia física. Es la "gloria" hueca.

     Si analizamos bien, ambas —la vanidad y la soberbia— se alimentan mutuamente en un ciclo destructivo:

     Mientras la vanidadese sentimiento interno de falsa superioridad— necesita ser confirmado por el mundo exterior a través de aplausos, reconocimientos y admiración, su soberbia interna se fortalece ("tienen razón, soy maravilloso"; "soy único"). Si no consigue esos resultados, esa soberbia puede convertirse en ira, envidia o desprecio hacia los que no la reconocen

     ¿Es la vanidad un sentimiento proveniente de nuestro nivel de conciencia o es una programación mental que adoptamos desde la infancia?
     
     Es una realidad intrincada que puede tener ambas perspectivas, la vanidad es un sentimiento que emerge de nuestra conciencia o interacción con nuestra naturaleza biológica, pero ese sentimiento es enormemente configurado y amplificado por la "programación" mental que recibimos desde la infancia con la crianza que recibimos. Un niño que es amado de manera incondicional y se le valora por quien es, no solo por sus logros o su apariencia, desarrolla un autoestima sólida que no necesita constantemente la validación externa. Por el contrario, un niño que recibe el mensaje de que "solo es valioso si gana o se destaca" aprenderá a buscar su valor en factores externos y volubles, alimentando la vanidad. 
   
     No obstante, mientras poco podemos hacer contra nuestra naturaleza consciente, tenemos mucho margen para cambiar esa programación cultural y personal que alimenta la vanidad y elegir una base más sólida para nuestro valor personal.

     ¿Si todo es vanidad, para qué esforzarse en la vida?

     Tenemos que admitir que el deseo de reconocimiento es un impulso profundamente humano y social, casi tan básico como la necesidad de alimentarse o de pertenecer. Al final, esa es la cultura social que el ser humano ha establecido.

        La clave no está en negar ese impulso, sino en entender su origen, su propósito y cómo lo canalizamos. Aquí es donde la psicología y la filosofía nos ayudan a distinguir entre la búsqueda sana de reconocimiento y la vanidad destructiva.

     El filósofo Friedrich Hegel consideraba que:

     "La conciencia solo existe en cuanto es reconocida por otro."

     Para Hegel, el ser humano no se construye en solitario, sino en relación, y por eso el reconocimiento es vital. Es decir, el esfuerzo que no es visto puede sentirse como si no hubiera ocurrido.

     Efectivamente, todos anhelamos reconocimiento. Este impulso es la base de la cultura, la cooperación y la vida en comunidad. En la práctica, un mundo sin esta búsqueda sería un mundo de apatía y aislamiento total. El verdadero problema yace en cruzar una delgada línea roja: la que separa el reconocimiento sano de la vanidad. Esta surge cuando se busca ser valorado por el "Qué" (apariencias, logros) y no por el "Quién" somos en esencia.

     Una cosa es reconocer  por "Qué" haces las cosas, es decir, el valor para el otro, en lugar de "Quién" lo hizo en busca de fama, reconocimiento y vanagloria del ego. 
 
         Al final, el antídoto contra la vanidad no es la invisibilidad, sino la autenticidad: esforzarse por una obra genuina y encontrar la paz en que, aunque el reconocimiento externo puede ser variable e injusto, el valor interno de una vida bien vivida es innegable.

     Al decir a sus discípulos:"Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallareis descanso para vuestras almas." (Mateo 11:29), Jesús les invitaba a comprender que el verdadero descanso del alma no se encuentra en la aprobación externa, sino en la mansedumbre y humildad del corazón. 

     La vanidad es humo, sombra y espejismo. Puede prometer gloria, pero al final deja vació. Solo la humildad nos conecta con las fuente de la verdadera plenitud. En un mundo que exalta la imagen, la competencia y el éxito vacío, Dios nos invita a lo contrario: a vivir con propósito eterno, a descansar en Su gracia, y a recordar que el "yo" nunca puede ocupar el trono que pertenece a Cristo.


¡Dios los bendiga y los guarde!

Frank Zorrilla